Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla,
y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierras de Castilla;
mi historia, algunos casos de recordar no quiero.
Ni un seductor Mañara, ni un Bradomín he sido
–ya conocéis mi torpe aliño indumentario–,
mas recibí la flecha que me asignó Cupido,
y amé cuanto ellas puedan tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y más que un hombre al uso que sabe su doctrina
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos
y el coro de los grillos que cantan a la luna.
A distinguir me paro las voces de los ecos,
y escucho solamente, entre las voces, una.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
–quien habla solo espera hablar a Dios un día–
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; me debéis cuanto escribo,
a mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar
me encontraréis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.
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